Notas de lectura de Luis Hernán Castañeda

La retórica imperial en «Green Mansions» de William Henry Hudson

Posted in Romanticismo, Uncategorized by castanel2 on 24/03/2010

En su libro “The Rhetoric of Empire: Colonial Discourse in Journalism, Travel Writing, and Imperial Administration” (1993), David Spurr dedica un capítulo a la estetización, entendida como un mecanismo de representación de la otredad. Spurr estudia los modos en que el otro es “exotizado” en el discurso de la prensa y la literatura de viajes para facilitar un consumo “desinteresado” de imágenes provenientes de culturas no-occidentales tradicionalmente sometidas a condiciones estructurales de opresión. Spurr sostiene, básicamente, que para el lector/receptor instalado en la metrópoli, la relación textual con la otredad está mediatizada por una des-ideologización que borra las asimetrías socioeconómicas y las condiciones de colonialidad para convertir lo que se lee y lo que se observa en mercadería y en espectáculo: para insertarlo en el mercado del entretenimiento de la economía global. Por ejemplo, el objeto post-colonial estetizado es el lugar una des-historización que hace desaparecer el pasado, de tal manera que, en un caso extremo, un lector francés es capaz de consumir imágenes de las ex-colonias francesas en África como si un país como Argelia jamás hubiera sufrido la dominación del sangriento imperialismo francés.

En cuanto a la naturalización, Spurr explica que el término no se refiere a una estrategia de representación única, sino a un conjunto de significados asociados con el colonialismo. Así, la naturalización implica una visión del otro no-occidental como un ser “natural”, es decir, más cercano a las fuerzas de la naturaleza que el hombre civilizado. En el plano cultural, las culturas “naturalizadas” son aquellas que se ven despojadas de la complejidad socio-cultural que explica el desarrollo histórico de la civilización occidental, para identificarse con significados como la abundancia y la fertilidad, la inocencia original, el caos y la violencia, el instinto, el carácter cíclico de lo natural. Por otra parte, una segunda idea de “naturalización” se relaciona con la “justificación natural” de la dominación de los más fuertes y civilizados sobre los más débiles y bárbaros. El concepto de “white man’s burden” es ejemplar aquí: el imperio naturaliza su expansión y legitima la opresión económica del otro aduciendo que el avance de las fuerzas civilizadas es una consecuencia lógica y deseable, producto de la dinámica universal de las sociedades humanas, que además tiene consecuencias benéficas, puesto que les permite a los grupos “naturales” acceder a los bienes de la cultura y sumarse al devenir histórico de la humanidad.

Me pregunto de qué manera las reflexiones de Spurr pueden ayudarnos a leer una novela como “Green Mansions” (1904) de William Henry Hudson, un texto que participa, ciertamente, de la retórica imperial en el sentido de que: 1) promueve una representación estetizada del indígena venezolano; y 2) representa a este mismo indígena como parte del mundo natural. En efecto, durante su permanencia en la tribu que lo acoge, Abel, el viajero venezolano que protagoniza la historia, mantiene con sus anfitriones “salvajes” una relación ambivalente, ya que a pesar de vivir entre ellos y compartir sus ritos cotidianos, en todo momento conserva, al nivel de la percepción y representación de estos ritos y condiciones de vida, una mirada “estetizante” y distanciada que le permite vincularse con ellos como si fueran imágenes estereotípicas. Estos salvajes viven en la periferia de la nación, en un “desierto” cultural dentro del cual la única ley es la que impone la naturaleza. Sin embargo, cuando Abel entra en relación con Rima, la presencia femenina que habita ese sector prohibido de la selva al cual los indígenas no osan penetrar, su modo de vincularse con la otredad cambia paulatinamente. Rima sigue siendo, me parece, un ejemplo de alteridad radical, pero se trata de un ejemplo  distinto de los indígenas porque fuerza a Abel a desarrollar nuevos modos de interacción.

Estos nuevos modos responden al hecho de que Rima es un objeto singular. Estamos ante un ser que habita un territorio híbrido entre lo humano y lo sobrenatural, un personaje que, en virtud de su carácter único, desafía al espectador. Abel debe forzarse a sí mismo, y extremar su instrumento lingüístico, para dar cuenta de un fenómeno sublime que no es totalmente capaz ni de comprender ni de describir. Su mismo aspecto físico, de una belleza compleja y proteica, exige que el lenguaje de Abel se complejice y se haga extremadamente versátil y preciso para poder captar los sutiles y cambiantes matices cromáticos y auditivos que su objeto de observación le va presentando, simultánea y sucesivamente. El lenguaje de Rima, ese código incomprensible por ser demasiado complejo, no puede ser descodificado con éxito: apenas es posible aludirlo lateralmente a través del registro lírico. Adicionalmente, el modelo del melodrama interviene aquí para aproximar radicalmente a los amantes, pero también para alejarlos. El secreto mundo interior de Rima es un bául prohibido ante el cual toda tentativa de lectura se frustra, lo cual no impide que Abel haga el intento, siempre imperfecto, de ingresar en una vida espiritual que promete ser tan rica y apasionante como el lenguaje musical con que Rima, crípticamente, lo expresa. De alguna manera, la novela de Hudson es un texto extraño y familiar al mismo tiempo, puesto que radicaliza y desfamilariza las convenciones básicas del género romántico. Por todo esto, en Rima se concentra una interesante reflexión meta-lingüístico/literaria que convierte a “Green mansions” en un texto atractivo no sólo en el contexto de la retórica imperial, como documento cultural, sino también como un texto artístico al que es posible sentirse atraído por sus cualidades intrínsecas y autorreferenciales.

Si quisiera arriesgar una lectura de “Green mansions” a partir de las reflexiones de Spurr, diría que el desafío implícito en la presencia inefable de Rima presenta una versión de la otredad que resulta imposible simplificar y recodificar a una narrativa “cómoda” y complaciente, estructuralmente sencilla, como es la narrativa que rige los ejemplos periodísticos y fotográficos que Spurr analiza. Rima, como personaje y como fenómeno, parece poner en evidencia los límites de la estetización y la naturalización, que en su caso particular se revelan insuficientes como estrategias representacionales. Abel no puede mantenerse cómoda y asépticamente distanciado de Rima, en parte porque la ama, pero también porque es un ser demasiado maravilloso y fascinante como para permitirse “consumirlo” con el desinterés y la frialdad con la que consumimos las noticias periodísticas. Al contrario, Rima exige ser examinada de cerca, sólo para demostrarle al observador que por más cerca que este pretenda situarse de ella, jamás podrá poseerla, sea física o simbólicamente: así se explicaría su muerte a manos de los indígenas, en un incendio espectacular que le hace justicia a la belleza de su víctima. Por otra parte, en cuanto a la naturalización, no cabe duda que Rima es un ser “natural”; sin embargo, su carácter natural no es simple y elemental, no es primitivo ni menos desarrollado que el mundo de la civilización. Como hemos visto, Rima es más compleja que el lenguaje racional de la civilización, es más compleja que los instrumentos de la retórica imperial, y en este sentido, su misma existencia entraña una neutralización de las oposiciones jerárquicas civilización/barbarie, naturaleza/cultura. La naturaleza, si tomamos a Rima como su representante ejemplar, es un ámbito inefable ante el cual la cultura occidental revela su simplicidad, su frustración.

Quizá podría sugerirse que estas experiencias-límite, radicales y excéntricas, constituyen una interpelación de la retórica imperial, que la cuestionan desde dentro y, al mostrar sus imperfecciones, la confrontan con la necesidad de trascenderse a sí misma y de trascender la barrera de “distanciamiento estético” a la que hace referencia Spurr. ¿No constituye Rima un llamado implícito a abandonar los instrumentos representacionales del imperio para desarrollar herramientas nuevas, o, tal vez utópicamente, para dramatizar las limitaciones de la retórica metropolitana para aproximarse a la realidad desconocida del otro?

«Cumandá» de Juan León Mera

Posted in Romanticismo by castanel2 on 16/03/2010

Los hechos centrales de Cumandá (1877), novela del escritor ecuatoriano Juan León Mera, se desarrollan en el área selvática de la unión del río Palora y el Pastaza, donde existe una serie de tribus desperdigadas que mantienen relaciones inestables y precarias entre sí y con los escasos misioneros que habitan la zona. La acción se desarrolla a principios del siglo XIX; no se aclara si nos hallamos en un momento colonial tardío o en una etapa nacional temprana, pero en todo caso la diferencia es irrisoria: la presencia del estado-nación es casi imperceptible. Aquí, en un espacio donde la presencia de la civilización es prácticamente nula, se enamoran Cumandá, hija de la tribu palora, y Carlos Orozco, hijo de un misionero dominico que tomó los hábitos después de que su familia fuera exterminada en una sublevación indígena.

El mayor obstáculo a esta unión es el odio que Tongana, el (supuesto) padre de Cumandá, siente por los blancos y todo lo que representa su cultura. En esta novela no hay matices, ni zonas de contacto ni espacios estriados: la división en dos bandos enemigos es tajante. Los amantes lo saben y por ello tienen que verse a escondidas. Con ocasión de una fiesta, Cumandá y Carlos viajan con las tribus de la zona a un lago, donde se celebra una fastuosa ceremonia. Los hermanos de Cumandá tratan de asesinar tres veces a Carlos, pero la joven indígena lo salva de la muerte en las tres ocasiones. El padre de Cumandá, para evitar el romance prohibido, le ofrece a su hija al gran cacique Yahuarmaqui, quien la toma por esposa. Esa noche, los amantes se fugan, pero son apresados por una tribu enemiga, que después se acerca al lago de la fiesta y ataca por sorpresa a los paloras, que se defienden valerosamente y los derrotan. Cumandá y Carlos vuelven así a las garras de Yahuarmaqui. Por ruego de uno de los indios cristianos que habían llegado con Carlos, Yahuarmaqui le perdona la vida y lo deja regresar a la reducción, pero Cumandá permanece con los paloras. En su noche de bodas, el viejo cacique muere, lo que le permite a Cumandá escapar de nuevo y salir en busca de su amado. En el camino, encuentra una canoa sin dueño, que aborda sin saber que esta pertenece a Carlos, que también ha salido a buscarla. Mientras que Cumandá logra llegar, casi moribunda, a la reducción donde se encuentra el padre Domingo, Carlos es aprehendido por los paloras. Estos intentan negociar con el religioso para intercambiar a Cumandá por su hijo, pero este se niega, pues ya sospecha que Cumandá es, en realidad, su hija Julia, que se había salvado de morir quince años atrás sin que él lo supiera. Cumandá termina por escaparse para ir a ofrecer su vida a cambio de la de Carlos, trato que, a pesar de los esfuerzos del padre y su hijo por evitarlo, termina realizándose. Al poco tiempo de la muerte de Cumandá, que es sacrificada junto a su esposo Yahuarmaqui, Carlos también fallece.

En la novela de Mera, el motivo de la muerte de Cumandá, y del destino trágico de Carlos Orozco y el padre Domingo (un duelo irresuelto que nos recuerda el de Efraín en María, tras la muerte de su amada), está en la lógica de la barbarie. En cumplimiento de un antiguo rito indígena, los paloras deben enterrar a Cumandá junto a su señor muerto, porque en vida ella fue la esposa más amada de Yahuarmaqui. El sacrificio de Cumandá, su regreso voluntario a la barbarie, me recuerda una acción similar, realizada por la cautiva que protagoniza el cuento de Cunningham Graham. Sin embargo, en este cuento la mujer indígena vuelve a la barbarie para cumplir las obligaciones matrimoniales que la retienen  al lado de su esposo indio y de sus hijos. En Cumandá, el regreso a la barbarie no implica el retorno a un orden, sino la ofrenda sacrificial de una mujer que sabe que va a morir a consecuencia de un rito salvaje que aparece claramente representado como un síntoma de barbarie.

La barbarie representada por los indios que sacrifican a Cumandá parece ser impermeable a todo contacto con la civilización y, por ende, reacia a incorporarse al proyecto nacional. Los indios conforman una sociedad cerrada y autónoma que no tiene necesidad ni deseo de aproximarse más ni a la religión ni a la sociedad de los blancos. El repudio que Tongana siente por los blancos, generado por el rencor contra la explotación a que lo sometió el padre Domingo antes de hacerse religioso, dice mucho sobre el férreo deseo de estas comunidades jívaras nómades de conservar su libertad. En efecto, el narrador de la historia da abundantes datos sobre el fracaso de las misiones en el área del Pastaza después de la expulsión de los jesuitas; la obra civilizadora emprendida por estos fue retomada por los dominicos, pero estos no lograron avanzar gran cosa en la conversión de los indios. Parece ser que los indios de Andoas, los habitantes de la reducción del padre Domingo, son la excepción a la norma. Así, la situación que representa la novela es un estado de estancamiento, en el cual los cristianos se ven obligados a establecer alianzas con los indios y a respetar sus fueros para evitar brotes de violencia.

Mientras tanto, las diversas tribus selváticas continúan haciéndose la guerra entre sí y llevando a cabo sus prácticas ancestrales. En este universo dividido entre indios y cristianos, toda posibilidad de intercambio y encuentro parece estar cerrada. El modelo de alianza erótico-política del romance fundacional tampoco tiene lugar aquí. De hecho, al principio de la novela, la esperanza de unión entre Cumandá y Carlos (cuando todavía el lector no sabe que son hermanos), que podría ser objeto de una lectura alegórica en clave de romance fundacional, se ve frustrada por el descubrimiento de que Cumandá es, en realidad, Julia. Su unión con Carlos se transforma, así, en un lazo fraternal endogámico. Se debe recordar, además, que la confusión que determinó que la mujer blanca creciera como indígena fue el rapto perpetrado por Tongana: un acto de violencia, realizado en represalia de los abusos del hombre blanco. El rencor, la violencia y la imposibilidad de unión parecen ser los determinantes de la relación entre blancos e indios, dos grupos para los cuales la novela no ofrece soluciones de integración.

Esta barrera racial y cultura es tan fuerte como la prohibición del matrimonio interracial que encontramos en Sab, pero con una diferencia central: en la novela de Gertrudis Gómez de Avellaneda, el romance imposible entre Sab y Carlota es una ley del sistema esclavista, que prohíbe la pasión ilícita del esclavo, mientras que en Cumandá, el matrimonio entre dos miembros de grupos raciales diferentes es una avenida planteada y desechada por la misma novela. La identidad secreta de Cumandá no hace sino reforzar la inviabilidad del mestizaje, una opción que, luego de ser puesta en juego, es expulsada de un mundo ficcional que afirma una realidad cultural fracturada en la cual el amor entre Carlos y Cumandá se reposiciona como afecto filial. Si Carlos y Cumandá no pueden constituir una pareja fundacional, la novela plantea otra imagen de la unión entre blancos e indios: el matrimonio entre Cumandá, la blanca, y Yahuarmaqui, el salvaje, un enlace defectuoso e, incluso, antinatural: no sólo por la diferencia de edad entre los novios, sino porque se trata de una imposición de los bárbaros que, por cierto, termina siendo anulada por la muerte del viejo líder palora durante la misma noche de bodas, en la misma habitación donde se encuentra con la joven desposada. Esta imagen de la boda como un sacrificio, que culmina con la muerte de ambos participantes, entraña una poderosa metáfora sobre la imposibilidad de la unión entre indios y blancos, dentro del mundo representado por la novela.

«Amalia» (1844) de José Mármol: el lenguaje del terror

Posted in Romanticismo by castanel2 on 14/02/2010

Etienne Balibar sostiene en «The Nation Form» que la constitución de la nación-estado tiene como condición de posibilidad la intervención en la esfera privada con el objeto de nacionalizar al individuo, es decir, de producir al homo nationalis. Esta interpelación (Althusser) nacional del sujeto debe trascender las diferencias de clase mediante la institucionalización homogeneizadora de la ciudadanía. El factor que permite la creación de una comunidad nacional es la inscripción de la existencia individual en la urdimbre de una narración colectiva, de tal manera que el ciudadano empieza a reconocerse como parte de una colectividad de iguales. La nación así conformada precede al estado y lo legitima al reconocerse en su marco, en oposición a otros estados: así se construye la nación-estado moderna, sin la cual no puede existir voluntad nacional-popular (Gramsci) ni monopolio de la violencia organizada (Weber). Entonces, para Balibar, el problema fundamental de la nación es la producción de un sujeto colectivo: el pueblo, que debe ser capaz de «autogenerarse» indefinidamente para asegurar la supervivencia de la nación-estado. Por supuesto, el pueblo no goza de existencia objetiva ni es, tampoco, un dato natural, razón por la cual su producción debe basarse en la creación de una etnicidad ficticia (raza, lengua, religión) o, si hablamos de nacionalismos políticos, en la doctrina del pacto (el plebiscito diario de Renan).

En «Amalia» se ofrece una explicación del fenómeno del rosismo que, precisamente, gira en torno al problema de la producción del pueblo. El narrador omnisciente que organiza el relato, y que muchas veces ofrece lecturas del panorama político y diagnósticos sobre la realidad cultural argentina, afirma que el poder de Rosas se sostiene en la ausencia de un sujeto colectivo nacional; en la falta de un pueblo. Este no es un dictamen original, ya que también en «El matadero» se ve una clara distinción entre pueblo y chusma, siendo el primero un objeto utópico, y el segundo la definición de la plebe que se agita, como un ser monstruoso, en el lodazal sangriento del matadero: una plebe que no podría constituirse en nación, porque es dirigida por Rosas como una masa desprovista de individualidad; como una banda de vampiros que sólo puede ser representada en clave gótica (Dabove), y que (tácitamente) debe ser exterminada y suplantada por inmigrantes europeos. Como para el Sarmiento autor del «Facundo», para el narrador de «Amalia» el caudillo es expresión de un modo de ser pseudo-social en el cual el vacío institucional ha generado un simulacro de sociedad, que en realidad es una banda criminal. Dice el narrador de «Amalia» que esta «multitud obscura y prostituida» fue interpelada por Rosas, pero no para producir una nación-estado, sino para subordinarse ciegamente a los designios del dictador. El error de la primera generación de unitarios, simbolizada por Rivadavia en Sarmiento, fue creer en la utopía de un «sueño constitucional», una «quimérica república» que, dados los pobres materiales ofrecidos por la chusma argentina, jamás pudo realizarse.

La única ciencia de Rosas consiste, entonces, en saber dominar, usando la lisonja y la violencia, las bajas pasiones del populacho, impidiendo así la formación de una nación auténtica: lo que prima es la barbarie, que ha invadido a la misma Buenos Aires. Claramante, una plebe así entendida no puede ofrecer «individuos nacionalizables», pues como decía Sarmiento, el vacuum la pampa quiebra toda asociación humana y fomenta un culto al coraje que, a su vez, impide la división del trabajo y genera la ilusión de autonomía del gaucho, que no necesita integrarse a una comunidad mayor para poder sobrevivir en la naturaleza. El gaucho es, paradójicamente, un individuo radicalmente singular, pero en su estado primigenio, es anti-nacional, porque lo que requiere una nación es la concertación armónica de las individualidades. Viene a cuento, al hacer estas reflexiones, el personaje de Fermín, criado del héroe conspirador Daniel Bello; Fermín es un gaucho cuyos instintos, su «segunda naturaleza» bárbara, han sido corregidos por la civilización; sin embargo, dicha corrección no implica la producción de un individuo libre, que pueda pertenecer por derecho propio a la nación, sino que presupone más bien la instauración de una relación jerárquica entre un amo y su criado. Fermín sólo es «reconvertible» para los fines de la civilización siempre y cuando esté al servicio de su patrón, el falso federal Daniel Bello, hijo del hacendado Antonio Bello. Del mismo modo, se puede recordar que, en la famosa tipología del gaucho que se ensaya en el «Facundo», los gauchos sólo son asimilables al proyecto nacional si se los concibe al servicio del juez, del hacendado, del empresario: abasteciendo las necesidades del estado, de la economía, del ejército. Josefina Ludmer tiene mucho que decir sobre el «uso del cuerpo del gaucho» en, precisamente, la gauchesca.

Pero la ciencia de Rosas, el dominio que ejerce sobre el simulacro de sociedad argentino, pasa también por la instalación del terror como sistema. En la novela de José Mármol, el terror aparece representado como una enfermedad social contaminante, que penetra en la vida privada como una fuerza que podríamos considerar «contra-nacional». Una vez más, el riesgo de la contaminación, clave en la literatura gótica, es central en el imaginario letrado sobre la barbarie de lo popular (Dabove). El terror se interpone entre padres e hijos, entre hermanos; instala la sospecha entre los miembros de la familia, contaminando así la «comunidad» entera mediante un oscurecimiento de la transparencia de lo social. El terror es un mal que «postra el espíritu y embrutece la inteligencia», llenando de desconfianza el ánimo de todos. Pero el terror no es, únicamente, obra de un régimen político: es una manifestación cultural, es efecto de la deficiente nacionalización de la cultura «argentina». Es por ello por lo que el narrador de «Amalia» censura como inútil el esfuerzo unipersonal de Daniel Bello, empeñado en poner en marcha una conspiración que carece de arraigo en lo social. Esta deficiente nacionalización permite y, a la vez, se retroalimenta del sistema de delaciones sembrado por Rosas y administrado, en gran medida, por las mujeres de su familia, como María Josefa Ezcurra, la hermana de su esposa muerta (los celos que despierta en Florencia Dupasquier son muestra de su gran capacidad disociadora). Dentro de este sistema, la vida de las familias se halla «oscurecida» por la presencia siempre amenazante de los criados, los negros, las lavanderas, convertidos en perfectos espías (recordar la especial aversión de Echeverría por las negras achuradoras). En una sociedad donde cualquiera puede ser un traidor, la paranoia resultante también contribuye a la disolución del tejido comunitario.  

¿Cómo se administra el terror en el régimen de Rosas? En gran medida, gracias a un diestro control del lenguaje. Hay varias escenas de «Amalia» que proporcionan ejemplos del poder des-nacionalizador de la retórica rosista, que invade todo espacio social y lo destruye. Está el relato de una sesión de la Sociedad Popular Restauradora, dirigida por su tosco presidente Julián González Salomón: el discurso oral no es, ya, vehículo de transmisión de ideas ni de intercambio de pareceres, sino mero gesto automático y repetitivo de fidelidad y exclusión. La repetición maquinal de las arengas se explica por la necesidad compulsiva de autoidentificarse continuamente como federal, fiel al Restaurador y enemigo de los salvajes unitarios, por el terror a ser acusado de lo contrario. Este terror enfermizo se ve representado, en modulación cómica, a través del maestro Cándido, en quien la digresión incontrolable y el adjetivo rimbombante son síntomas de un lenguaje traspasado por el miedo, que se rehúsa a referir su objeto por causa del fantasma, real y onírico, de la delación. Por último, el mismo Juan Manuel de Rosas se relaciona con sus subalternos empleando un discurso reticente, que simula indiferencia y camufla las órdenes como frases casuales. Rosas nunca ordenará la ejecución de un enemigo político, pero sí le hará saber a sus siervos que ese plan secreto forma parte de sus intenciones. Este modo oblicuo de expresión es, también, causa y efecto del oscurecimiento de los lazos colectivos.

«Amalia» es un texto que, por su condición de novela, está quizá mejor equipado retóricamente que otras modalidades discursivas para dramatizar, en el relato, las «perversiones» que sufre el lenguaje durante el rosismo. Es en el “mundo al revés” de la dictadura, trastocadora de vocablos, donde los unitarios pueden ser “salvajes” y donde la federación alcanza su “santidad”.

Ficciones fundacionales: matrimonios y exterminios

Posted in Romanticismo, Uncategorized by castanel2 on 05/02/2010

Doris Sommer sienta, en la introducción a su libro “Foundational Fictions” (1993), las bases de su ya clásica lectura erótico-política de la novelística latinoamericana del siglo XIX entre 1850 y 1880. Sommer plantea que, en la segunda mitad del siglo, la escritura de novelas constituyó una intervención eficaz en la esfera pública, que estuvo inextricablemente ligada al proyecto nacionalista de las élites liberales, a tal punto que es posible atribuirle a la ficción un poder perfomativo capaz de obrar productivamente en la configuración del ideal histórico nacionalizador y progresista. Sommer denomina a novelas como “Amalia” de Mármol, “María” de Isaacs y “Sab” de Gómez de Avellaneda, “romances fundacionales”, para resaltar que entrañan una intensa articulación entre el deseo y la política: la pareja heterosexual unida por el lazo matrimonial se convierte, en todas estas ficciones, en el núcleo alegórico al que convergen personajes representativos de diferentes regiones, sectores económicos, estratos sociales y orígenes étnicos. La nación unida por el vínculo del matrimonio sigue el modelo de la familia, entendida como zona de contacto y campo igualador donde se negocian y, con suerte, se resuelven las diferencias. El matrimonio alegórico entre los elementos heterogéneos que componían las repúblicas postcoloniales latinoamericanas de mediados del XIX, se presentó como un tropo central para canalizar los deseos nacionalistas de las élites, que encontraron en la novela un instrumento para proyectar sus aspiraciones y para contribuir a realizarlas.

El ideal del matrimonio es definido como una “conquista pacífica” por Sommer. Sostiene que “…conquering the antagonist through mutual interest, or “love”, rather than through coerción” (6) fue el modo privilegiado de homogeneizar romáticamente a la sociedad. Esta idea me llama la atención, ya que la naturaleza del proyecto nacional, según la define Sommer parece entrar en conflicto con ciertas imágenes problemáticas que conforman nuestra visión actual del proceso de construcción nacional. En concreto: la visión de Sommer sobre la resolución pacífica y conciliadora de la heterogeneidad en el crisol del matrimonio heterosexual, sólo es viable si aceptamos describir el sueño nacionalista de la ciudad letrada como una empresa efectivamente pacífica y conciliadora, es decir inclusiva, y no sólo eso, sino también igualitaria y simétrica. Sin embargo, como sabemos, la complejidad de los proyectos nacionalistas del XIX reside en que funcionan como amalgamas internamente conflictivas de ideales ilustrados y de residuos premodernos, amalgamas inestables que producen relaciones complicadas entre la inclusión y la exclusión. Muchas veces, esta irresolución se resuelve en la borradura, como se puede ver en el caso de las cautivas en Argentina, expulsadas de la civilización por haberse “contaminado”. La exclusión, la borradura, el exterminio y, en general, la violencia simbólica y física parece ser la estrategia privilegiada por esta élite problemáticamente ilustrada y liberal para lidiar con la heterogeneidad, estrategia que convivió incómodamente con el ideal de inclusión, armonía, igualdad y diálogo. Por esta razón, cabe preguntar: ¿es el modelo de lectura erótico-político que nos ofrece Doris Sommer la herramienta más apropiada para leer una realidad social, política y discursiva tan difícil de desentrañar en razón de sus múltiples contradicciones internas? ¿Es el romance fundacional un instrumento adecuado para explicar la desigualdad, la exclusión, la exterminación, el olvido?